El lujoso comedor presentaba un aspecto muy agradable, acogedor, familiar, dulcísimo...
Ricardo Herraiz dejó el cubierto sobre la mesa, utilizó la servilleta y bebió un vaso de oporto. Después elevó un poco los ojos y miró a su hija a través de la montura de sus lentes de oro.
— Mary, tengo que darte una sorpresa.
— ¿De veras, papá?
— De veras, hijita.
La muchacha, frágil, bonita, ojos color turquesa, pelo negro y dientes muy blancos, contempló a su padre con ansiedad.
— ¿Qué es ello, papá?
Intervino la madre. Raquel San Juan era una mujer hermosa, de porte arrogante, mirada firme y rostro terso e interesante. Tendría, aproximadamente, unos treinta y cinco años, aunque era evidente que no los aparentaba. Tenia el cabello muy negro como el de su hija, ondeado suavemente, muy corto. Los ojos azules, de mirada penetrante. Mary era más frágil, menos mujer, pero era preciso anotar sus diecisiete años.
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