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Madame Bovary deja marca y ello se debe, principalmente, a Emma. El talento de Flaubert para construir uno de los personajes más complejos que he leído -y que por algo es de los personajes más icónicos de la literatura universal- es envidiable. A través de toda la obra, Emma me ha generado los sentimientos más contradictorios, entre ellos ternura, enojo, compasión, pena y rechazo.
Por supuesto que hoy el argumento suena tan trillado como el de una telenovela de las 3 de la tarde, pero en su momento la novela fue tan polémica que hasta le costó a Flaubert un juicio.
En mi opinión, el aspecto más valioso de la obra lo encuentra el lector al analizar cómo el rol de la mujer, es decir lo que la sociedad dictaba que una mujer debía ser/hacer/pensar, acaba por limitar a Emma en todos sus ámbitos: se encontraba encerrada en su matrimonio cuasi forzado frente al cual la única alternativa posible era el exilio (y bien lejano); sus capacidades económicas propias eran nulas; y sus posibilidades de desarrollo intelectual estaban acotadas al piano y los quehaceres del hogar (en repetidas ocasiones le recomiendan a Charles limitar sus lecturas).
La propia Emma reflexiona sobre esto al explicar por qué prefería un hijo varón:
”Un hombre, por lo menos, es libre; puede recorrer los países, atravesar los obstáculos, probar las dichas más lejanas. Pero a una mujer le está continuamente prohibido todo esto. Inerte e inflexible a la vez, tiene contra ella las morbideces de la carne junto a las dependencias de la ley. Su voluntad palpita a todos los vientos como el velo de su sombrero sujeto por un cordón; siempre hay algún deseo que tira, alguna conveniencia que coarta”
“quería morir, pero también quería vivir en París”