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“Llegué aquí huyendo de mí mismo; aconsejado por tu padre, buscaba enterrar unos pensamientos que me hacían indigno. Conmigo llevaba un pequeño cerezo que tu madre me había entregado, apenas un brote, y yo recorría la región buscando el lugar donde plantarlo y dejarlo a su suerte, si moría o arraigaba, no sería de mi incumbencia. Aquel acto debía ser un ritual de renuncia, la despedida de un viejo tormento, así que cuando encontré este lugar, decidí plantar el cerezo en lo más alto de la colina, desamparado ante los elementos, con la esperanza, quizás, de que se marchitara para siempre”.