Dicen que cada cual tiene la cara que se merece. La de Gonzalo Arango no fue una: fueron dos, tres caras, tan contradictorias, tan escandalosas, tan atormentadas como su vida. La de sus primeros reportajes es la de un muchacho de pelo corto, ojos tristes y mirada dulce, de corbata y saco oscuros, con aire de seminarista recién salido del convento. La segunda, la de sus reportajes en Cromos, es la de un hippie de los años sesenta, con el pelo hasta los hombros, vestido con una gabardina. La tercera, la de sus últimos días, es la de un hombre maduro de ojos tristes, hundidos y vidriosos a causa de los trasnochos y el consumo de marihuana y ácido lisérgico. Diez años más tarde, ya cerca de su muerte, su cara es la de un profeta vestido de blanco, de aspecto apacible y con un halo místico: un rastafari melancólico, drogado con ácido; un Charles Manson rehabilitado y arrepentido del asesinato de Sharon Tate; parece un santo. Los reportajes de Gonzalo Arango son el testimonio de una época y de un estilo de hacer periodismo que los colombianos de este final de siglo jamás podremos olvidar.
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