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En su breve ensayo “El escritor argentino y la tradición” Borges confiesa que “Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros”. Agrega luego que recién cuando abandonó su infructuosa búsqueda de “encontrar ese sabor” pudo finalmente producir un texto que reflejaba cabalmente la imagen de las afueras de Buenos Aires, sin recurrir a ese léxico del cual la oralidad es tan celosa.
Podría decirse entonces, si de un diario amarillista se tratase, que Fogwill tiene éxito allí donde Borges fracasó. Es que en esta obra Fogwill reproduce con una naturalidad pasmosa las voces de varios personajes pertenecientes a distintas esferas de la sociedad argentina de los 90s. La verosimilitud lograda en una novela de tanto diálogo es aún más valiosa, porque Fogwill no esconde a sus personajes: por el contrario, los expone a puro diálogo y desarrolla la trama a través de lo que tienen para decir y pensar, casi sin recurrir a la narración.
A través de estas voces Fogwill retrata esa década de los 90s tan subrepresentada en la literatura argentina, esa época de champagne para unos pocos y desocupación y marginalidad para unos cuantos, con abundancia de vivos, delincuencia, drogas y negociados.
Lamentablemente esta destreza en la construcción de voces no viene acompañada de una trama interesante. En Vivir afuera no pasa mucho. Pareciera que Fogwill se conforma con presentar a los personajes, sus problemas y sus situaciones, pero a los personajes les pasa poco y nada. De hecho la totalidad de la obra se desarrolla en el espacio de unas pocas horas.
Fogwill pone el ojo -con mucho talento- allí donde muchos otros no, y eso es valioso de por sí.