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En Serotonina, Houellebecq me hizo acordar mucho a Bukowski, sólo que la mira no está puesta en aquellos marginados de la sociedad -poetas malditos, alcohólicos, putas- sino en el vacío que aqueja a los pequeños burgueses que, en apariencia, están perfectamente adaptados a la sociedad moderna.
La voz del protagonista está excelentemente lograda, a punto tal que el lector no puede dejar de dudar de que buena parte de sus pensamientos deben ser propios del autor. La misoginia constante -en franca contradicción con las tendencias actuales-, lo desordenado y descarnado del relato y la tremenda oscuridad de los pensamientos le dan un alto grado de veracidad.
Es cierto que la obra se centra fundamentalmente en la soledad del hombre moderno inserto en un sistema cruel e inhumano. También lo es que la óptica a través de la cual se observa la realidad es netamente pesimista pero, sorprendentemente, subyace en todo el relato una tierna y naive fe en el amor como (única) vía para la felicidad, a la manera de las pequeñas flores que asoman entre los adoquines o el asfalto.